Felis Bernandesii, Panthera Onca
Manchada de estrellas queda tu piel
Elsa Cross
El médico les dio de alta el mismo día del parto. Alejandra y su bebé mostraban tanta salud que no hubo necesidad de mantenerlos en el sanatorio. Después de un embarazo tan complicado, durante el cual ella tuvo que pasar siete meses en cama, era como un milagro que el alumbramiento haya sucedido sin riesgo alguno para ambos; pero, al día siguiente, el bebé comenzó a llorar poco después de haber sido amamantado, con un llanto cada vez más fuerte y la pausa de su respiración más preocupante. Alejandra vio, inerme, cómo el niño se tornó del blanco al morado en instantes hasta morir de asfixia.
Después de la cremación, estuvo encerrada en su recámara una semana. Casi no comía; lloraba por la muerte del bebé y la orden del médico: no embarazarse de nuevo, por lo menos en dos años. Ella siempre quiso ser madre y lograr el embarazo fue verdaderamente un triunfo; se quejaba de que Fernando pasaba la mayor parte del año en el aserradero, fuera de la ciudad. Decía que sólo un hijo podría sustituir semejantes ausencias.
El último día del encierro de Alejandra fue cuando Fernando, al llegar de viaje, entró a la recámara y le dijo: mi amor, te traje un regalo. Ella se levantó de la cama y, con indiferencia, lo acompañó hasta la calle. Él, sin mencionar palabra alguna, abrió la puerta trasera del automóvil y sacó una caja de cartón agujereada. Me lo ofrecieron en Escárcega; es para ti, le dijo. Alejandra abrió la caja y una sonrisa elevó sus pómulos morenos. Un cachorro de jaguar.
El regalo alivió la tristeza de Alejandra, quien se desvivía por atender a Mercurio. El animal era tan frágil y dependiente que provocaba en quienes lo conocían descargas de cariño y compasión; sus ojos cambiaban del amarillo al verde y del verde al negro, delatando los colores de la selva maya. Ella lo adoptó con devoción. Fernando llegó a pensar que la actitud de ella hacia él era un exceso: le daba el biberón cada cuatro horas y por las noches lo envolvía en un pañal para que durmiera a su lado.
Al cabo de unos días, el cuerpo de ella exigió acciones físicas, descargar sus instintivos lazos de sangre, por lo que comenzó a amamantar al jaguar en secreto. De sus pezones brotaba una leche generosa, incontrolable, que ella se apuraba a ofrecer al nuevo hijo.
Pasaron cuatro meses. El cachorro era muy sano y su comportamiento era el de un gato dócil, elegante.
Un sábado en la noche, Natalia, vecina y concuña de Alejandra, organizó unas carnes asadas en su patio. Asistieron amigos mutuos y corría el alcohol sin medida. Al calor de las copas, Fernando lanzó el comentario de que su esposa se resistía a tener sexo con él, que ni siquiera le mostraba las tetas. Alejandra, enfurecida, azotó su quinto whisky en la mesa y se fue a llorar al baño. Natalia la alcanzó para consolarla, advirtiéndole que si no cambiaba su comportamiento, Fernando se conseguiría una amante. Fito, el poodle de Natalia, aullaba a los pies de su dueña en espera de un abrazo. Natalia le preguntó a Alejandra el motivo del rechazo hacia Fernando. Ella se levantó la blusa y dejó ver sus pezones mordisqueados a punto de infectarse. Estoy amamantando a Mercurio, confesó, mi bebé.
Los ojos de Natalia se abrieron espantados a más no poder. Alejandra le suplicó que no dijera nada, porque no quería que la tomaran por loca. Además, dijo, si abres la boca te vas a acordar de mí. Natalia intentó convencerla de que dejara de darle el pecho al jaguar y de que viera al médico. Alejandra le dio un beso en la mejilla a su concuña y se fue a casa, ignorando que la confidente le contaría todo a Fernando un par de copas más tarde. Él, furioso, corrió en busca de su mujer y la obligó a desprenderse de la idea de seguir amamantando al jaguar. El pleito llegó hasta los oídos de los invitados de la fiesta.
Un año después, las heridas en los pezones de Alejandra eran sólo cicatrices, símbolo del más fuerte lazo entre una fiera y su cachorro. El jaguar creció tanto que se hizo necesario recluirlo en el jardín trasero de la casa, aun en contra de Alejandra que defendía la nobleza del animal; no le quedó más remedio que ceder ante la insistencia de Fernando, sus suegros y vecinos. La actitud de Mercurio era pasiva, pero sus ojos reflejaban misterio. Algo tan natural e inofensivo como el ruido de su respiración era suficiente para que los empleados de la casa le tuvieran miedo. Sólo Alejandra pasaba la mayor parte del día sentada a su lado, acariciando esa piel naranja manchada de enigmas negros.
Un domingo de intenso calor, Alejandra dejó la casa sola. El jaguar, desesperado por el aburrimiento, corría de un lado a otro por el jardín para descargar la fuerza y el ansia cautivas. El flamboyán, las bardas cubiertas de enredaderas, la piscina y los troncos en el suelo adaptados como ecosistema, ya no despertaban en él ninguna emoción. Fito comenzó a ladrarle desde el patio de al lado. Los agudos sonidos del perro inquietaban cada vez más a Mercurio, quien trepó velozmente al flamboyán y de ahí dio un gigantesco salto hasta el patio de Natalia.
Alejandra llega por la noche y ve desde el automóvil a su sobrino y a Natalia hablando con un par de policías en la acera. Los vecinos, curiosos, fingen labores como regar las plantas o barrer la terraza. Ella estaciona el coche en la calle y se dirige, nerviosa, hacia sus familiares. ¿Qué ocurre?, pregunta. El sobrino le pasa el brazo por los hombros y le dice vamos, tía, te cuento todo en tu casa, y se la lleva, ante la mirada tensa de Natalia.
Mientras escucha a su sobrino, sentada en un tronco bajo la sombra nocturna del flamboyán, Alejandra vuelve a sentir aquel vacío en el estómago que tuvo ante la muerte de su bebé. ¿Por qué chingados Natalia tuvo que mandar traer a la policía? Lo único que alcanza a decir entre lágrimas es tengo que ir a verlo.
Por las tardes, Alejandra visita a Mercurio en un zoológico privado, en las afueras de la ciudad, al cual no asiste mucha gente. Después de muchos trámites legales y de soltar dinero a varias personas, logró que el jaguar quedara bajo el mejor resguardo posible. De hecho, le fue proporcionada una llave para que pudiera darle de comer y acariciarlo de vez en cuando. El sitio es tranquilo, con ambiente selvático, pero la jaula, cuyo letrero indica Felis Bernandesii, Panthera Onca, es mucho más pequeña que el jardín de la casa. Mercurio se pasea en el interior como un balam de ochenta kilos, caballero cubierto del manto estelar; cuando ruge, la selva tiembla y el tronco del zapote aguarda el signo de retráctiles garras.
Cuando Alejandra conduce hacia el zoológico, imagina a Mercurio despedazando a Fito y amenzando a su dueña con rugidos; revive el rencor en contra de Natalia: la consentida de los suegros, la elegante, la blanca, la traicionera... y todo por culpa de ese perro maricón. En el momento en que se detiene ante la jaula de Mercurio, las ideas se concentran en el amor al hijo encarcelado, en la conceja maya que augura el fin del mundo cuando los jaguares asciendan para comerse al sol y a la luna: un eclipse será el presagio. Contempla el rutinario andar del felino, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y esos ojos que cambian del amarillo al verde y del verde al negro. Alejandra acaricia la llave de la jaula, pensando en la manera de huir lejos con Mercurio.
La tarde no es calurosa; se antoja distinta a las demás. El aire trae rumores de lluvia. Alejandra contempla los pasos de Mercurio mientras Natalia, decidida a terminar con los problemas de familia, estaciona su coche a la entrada del zoológico.
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