Otras formas de narrar
Leí Pulpo en su tinta y otras formas de morir, exactamente como recomienda García Márquez hacerlo con los libros de Augusto Monterroso: con las manos arriba, listo para cualquier sorpresa, pues al igual que los del guatemalteco, me atrevo a decir que los cuentos de Will Rodríguez fundan su peligrosidad en la sabiduría solapada y en la belleza mortífera de su falta de seriedad.
Pulcramente editado por el ICY y FICTICIA –esta última, vanguardista editorial comandada por Marcial Fernández, quien insiste en mantener viva la cuentística en español –, el libro reúne 28 relatos publicados eventualmente por el autor en revistas de circulación nacional, y cuya unidad temática se sustenta en el erotismo y la ironía de la muerte.
La casa loca, por ejemplo, es en esta colección la breve historia de una mujer que fallece, literalmente de risa, al entrar a uno de estos juegos de feria, y cuyos hijos, resignados, también ríen cuando cuentan de qué murió su mamá.
Pulpo en su tinta (receta para dos), el cuento que le da nombre al libro, permite adentrarnos en el pensamiento de una mujer ebria y dolida que prepara la última cena al marido, pues ha decidido utilizar sus virtudes culinarias sazonadas con arsénico como vehículo de venganza.
Algo similar ocurre en Visitas, el segundo relato. Aquí, un hombre, el día de los fieles difuntos, prepara cuidadosamente el altar de muertos. Después bebe alcohol en grandes cantidades a la espera de que lleguen sus invitados del más allá, sin saber que el último será el amante infiel, ése que tanto detesta y ama a la vez, y que acaba de estrellarse en un avión camino a Londres.
Hay también en los cuentos de este volumen una búsqueda que se dirige –al igual que en La línea perfecta del horizonte, el trabajo anterior de Will–, a la exaltación del erotismo subterráneo, preferentemente el onanista. No es casual que en cuatro de las historias: Panteón San Rafael, La oreja en el suelo, Muertodehambre y Vecinos, el protagonista prefiera satisfacerse por sí solo, antes que establecer una relación afectiva con otra persona, no obstante tener a esta última con sólo cruzar una puerta. ¿Para qué meterse en camisa de once varas, parece querer decir Rodríguez, cuando se tiene la posibilidad del placer, ahora sí, prácticamente al alcance de la mano?
Que los relatos sean breves y la prosa ágil y expresiva es también parte del encanto de este quinto libro de la colección de cuento contemporáneo de FICTICIA. Todos sabemos lo difícil que es para la literatura actual luchar contra los avances tecnológicos del internet, la velocidad de las imágenes televisivas y la maestría de los efectos especiales del cinematógrafo. Por eso, se reciben con agrado cuentos como Luis Felipe, Atasta o El extraterrestre, donde el autor bordea los linderos del cuento fantástico, pero sazonándolos con una mordaz ironía que provoca una sonrisa de complicidad en los lectores.
¿Y cómo no hacerlo cuando nos enteramos que el alienígena que tiene a todo un pueblo al borde del colapso resulta ser un tapir que va a terminar sus días convertido en una deliciosa cochinita pibil?
¿Y qué decir de Luis Felipe, ese perro cirquero de dos cabezas que provoca la hilarante risa del más serio?
Quiero, por último, referirme a la que considero, acaso, la mejor historia del libro y que ahora tuve la oportunidad de analizar con detenimiento, pues la conocí de primera mano hace ya un par de años, durante un encuentro de escritores en Playa del Carmen, dónde Will nos la leyó en premier a los asistentes. Desde entonces me atrapó por su exotismo, sutileza y lisura de lenguaje. Una mezcla literaria difícil de manejar sin caer en la trampa del lugar común.
Se trata del relato titulado Felis Bernandesii, phantera onca. La trama es la siguiente: una mujer, un día después de haber dado a luz a su primogénito, es testigo de cómo éste muere por asfixia sin que pueda hacer ella nada por evitarlo. El marido, tratando de consolarla, le regala un cachorro de jaguar. Inmediatamente la esposa vuelca todos sus instintos maternos en el animal, al grado de llegar a amamantarlo y a considerarlo hijo suyo. Una tarde, el felino escapa y engulle al perro de la casa de junto. Los vecinos, que a la postre resultan ser parientes de la madre adoptiva del jaguar, llaman a la policía para que lo recluyan en un zoológico. Por las tardes la mujer visita al enjaulado, mientras acumula rencores en contra de su parentela. Y cito:
“En el momento en que se detiene ante la jaula, las ideas se concentran en el amor al hijo encarcelado, en la conceja maya que augura el fin del mundo cuando los jaguares asciendan para comerse al sol y a la luna: un eclipse será el presagio. Contempla el rutinario andar del felino, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y esos ojos que cambian del amarillo al verde y del verde al negro. Alejandra acaricia la llave de la jaula, pensando en la manera de huír lejos con Mercurio...”
No voy a cometer la indiscreción de contar el desenlace. Baste saber que todo se resuelve con una sutileza y tensión dramática asombrosas que recuerdan el selvático estilo de Horacio Quiroga. Sólo me resta decirles que para aquellos despistados que todavía consideran aburrida la literatura, habría que recetarles la lectura urgente de este Pulpo en su tinta y otras formas de morir.
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