Cuarenta vueltas al sol
CUARENTA AÑOS FRENTE A LA HOJA EN BLANCO
Alvaro Chanona Yza
Quiso cantar para olvidar su vida
verdadera de mentiras, y recordar
su mentirosa vida de verdades…
(Octavio Paz).
Es posible ir y venir el mismo día de
las montañas del Sinaí a las tierras de Palestina, donde manaba leche y miel,
hoy solo hambre y sangre. Sin embargo, una generación entera fue condenada a
morir mientras caminaba en círculos en el desierto. No fue suficiente ver
abrirse el mar delante de nosotros dejando atrás la esclavitud de Egipto y la
ira multiplicada del faraón. La epopeya de Moisés nos recuerda que quienes no
obedecen las leyes sagradas de la creación no alcanzarán la tierra prometida de
la poesía. Cuarenta años, sí, cuarenta años para vivir un tiempo de
purificación comiendo el maná de la palabra, el agua de la roca de Horeb, la
guía de la nube y el fuego de la zarza ardiente que habla y que nos pide
quitarnos las sandalias, para pararnos en tierra santa. Así el poeta Will
Rodríguez, como Josué y Caleb, esperó cuarenta años para celebrar la victoria
de su poesía sobre los gigantes de Canaán… Y, en su tierra, cito al profeta:
Oremos a Dios
después del orgasmo
es justo y necesario repartir el fuego
y la leche
entre los ángeles menesterosos
aquellos sin voz
carentes de nombre…
Rudyard Kipling, decía: si puedes
soportar oír la verdad que has dicho, tergiversada por villanos para engañar a
los necios, o ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida y
remangarte con herramientas desgastadas…
Will nos dice:
Encontré una fotografía en sepia de aquella noche mexicana. Apareces a mi
lado y alcanzo a respirar el Lapidus y ese gel que controlaba tus rizos
rebeldes… No fue un secreto la afición a esos aromas adolescentes que adopté
para sentirte, porque te amé sin saberlo y con dolor, hasta que tu instinto
nómada de sagitario te impulsó a volar.
El servicio de energía eléctrica fue
suspendido en amplias zonas de la ciudad. El ulular de las sirenas nos aturde,
el ir y venir de los vehículos oficiales, bomberos, Cruz Roja, escuadrones de
rescate, voluntarios y cuadrillas de auxilio, lejos de tranquilizar a la
población, la alarma aún más de magnitud 8.1. Se trató del sismo más mortal de
nuestro país:
La ciudad es un cementerio de lamentos
mejor dicho, un lamentario de cemento
humo y carne descompuesta
los topos surcan sus entrañas de metal
para expulsar los capullos
de una nueva estirpe.
Pero el poeta del que hablamos no es
un hombre ingenuo que vive al margen de esta realidad asfixiante y tirana. Esta
tarea incansable de concentrar en pocas palabras la realidad del mundo es suya:
A cambio de prodigios, colgamos ofrendas
en el árbol de la vida.
Los que coman de él morirán sin remedio,
no así los que rieguen con llanto sus raíces.
Sobre los incensarios de barro arden los huesos del copal para purificar
el incienso de las ánimas el 2 de noviembre. Las flores de ichkukub y tres jícaras con chocolate nos recuerdan que son tres
las piedras que conforman el fogón de la cocina. Las tortillas hechas a mano
son de maíz como todos nosotros:
Difuntos viajan cada año
con la esperanza de ser agasajados,
reencontrarse con la vida
y olvidar su inexistencia.
Largo es el camino,
breve la fiesta.
Junto al calabazo rebosante de
balché, el poeta ha colocado algunos cigarros porque el difunto tenía la
costumbre de fumar. Las huellas de sus pies en las cenizas le dicen que ha
venido a probar la gracia de todas las ofrendas:
En esta mesa que fue testigo de orfandad incomprendida,
Almorcé tu ausencia y palominos con arroz algún domingo,
El tren de las cuatro anunció su ruta al purgatorio,
mientras el cáncer como un necio se fumaba tus pulmones.
Te has ido por segunda vez, papá, y para siempre
llevándote los fósforos y todo el alimento de los pájaros.
Así, Will Rodríguez, como Emily
Dikinson, nos hace sentir que no es morir lo que nos duele tanto, es vivir lo
que más nos duele, que morir es algo diferente, algo detrás de la puerta, la
costumbre del pájaro de ir al sur antes de que los hielos lleguen…
Viajamos sobre caminos en forma de
serpiente hacia el inframundo, pagando con monedas de miel nuestro derecho a
realizar este viaje sagrado. En almíbar cuajan sus fermentos el camote, la
papaya, la yuca, el coco y la calabaza:
¡Feliz Día de Muertos, papá, hemos guardado luto en el huacal de la
memoria! Después de limpiar tus huesos, cocinamos el chilmole con agua de
lluvia y leña de monte. Eso y mil recuerdos traemos a tu pacífica morada.
Como Miguel de Unamuno, Will nos hace
ver que es absurda y falaz la creencia de que este duelo nos emparenta con la
muerte. Por el contrario, este duelo es la manifestación más potente de la
vida. Somos aquello que perdimos y somos también el mundo que podemos crear a
partir de lo perdido.
Aún somos parte de las pérdidas que
hemos sufrido. La poesía también es estar en un hogar donde estaremos solos
para siempre. Está bien que las cosas, como el amor, no sean eternas. Está bien
la posibilidad de perderlo todo, porque eso hace que uno ponga en juego su
deseo, su energía, su vida y sus sueños para que las cosas no dejen de ser:
No existe dolor más desgraciado
que el hambre de los hijos,
ni morir después de ellos.
Cuando la pobreza infecta una familia,
la palabra del Señor no basta.
Y como un nahual de gran poder e
incontables atributos, escoltado por seres de la oscuridad donde no reina el
miedo, con los ojos penetrantes de la lechuza, con su canto implacable, ártico,
a veces espeluznante y otra veces nada amable, nos hace ver que harto de
blandir en nuestra carne morena el filo acerado de su espada, el conquistador
decidió crucificar sobre la piel verde y llena de espinos de Yaax Che, a ese Cristo barbado que vino
desde el otro lado del océano escoltado por puercos y caballos, para hacer de
nosotros hombres buenos, y que el árbol de la vida al que nos aferramos no
conocerá jamás el significado de la muerte:
Se ha convertido en una cruz que escucha y habla.
Corten mi madera, pronuncia, hagan cruces donde más haga falta…
Escuché alguna vez decir a Borges que siempre es una palabra que no está permitida a los hombres, y que solo aquello que se ha ido nos pertenece. Enhorabuena, amigo querido, porque la poesía siempre ha sido tuya… y como escribió Rudyard Kipling: tuya es la tierra y todo lo que en ella habita. ¡Muchas gracias!
Presentación del libro Cuarenta vueltas al sol de Will Rodríguez
Miguel Angel Núñez May
Nos reúne hoy un libro, pero más que eso: un mapa, una constelación, una celebración del lenguaje y de la vida. Cuarenta vueltas al sol, de Will Rodríguez, no es solo una recopilación de poemas: es el trazo de una existencia que se narra, se canta, se desgarra y se ilumina a través de la palabra. Con esta obra, Will Rodríguez nos entrega un testimonio íntimo y colectivo. Nos habla de la infancia y el deseo, del cuerpo y la pérdida, del amor y la muerte, de la memoria y sus ofrendas. Pero también nos muestra cómo hacer del yo un lugar común, hacer de lo íntimo una forma de comunión.
La primera sección del libro se titula “Movimiento asimétrico”, y es justamente eso: un vaivén de emociones, imágenes y sensaciones que no buscan el equilibrio, sino el vértigo. El poema “Alegría”, por ejemplo, nos sitúa en lo cotidiano y lo extraordinario con la misma naturalidad: la lengua de un perro, un depósito inesperado, la cerveza abierta, el punto final de un poema. ¿Qué es la alegría para cada quien? ¿Dónde la buscamos, dónde la perdemos? También aparece el miedo: ese que nace del sistema, de la precariedad, del cuerpo vulnerable. En “Miedo”, Will lo nombra sin eufemismos: el freno de un coche, la rata en la cocina, el recibo de luz. Pero lo poético está justo ahí: en cómo logra transformar lo temido en imagen, en palabra, en resistencia.
En “Cuarenta vueltas al sol”, el poema que da título al libro, se hilan la memoria y el deseo con una ternura que conmueve. Una historia de amor en la infancia, contada desde la nostalgia y el humor, con un ritmo que recuerda a los cuentos de hadas torcidos por la realidad. ¿Cuántas veces recordamos una historia que quizá no ocurrió, pero que vivimos como si fuera verdad?
Uno de los grandes aciertos del libro es la pluralidad de tonos. En un mismo volumen caben el homenaje y la burla, el ritual y el deseo carnal, la meditación existencial y el juego travieso. “Menú del cocinero despechado” y “Oración del promiscuo” son poemas que sacuden y provocan, que rompen con lo sagrado para reconfigurarlo desde los placeres, los excesos, lo que incomoda.
¿Puede la poesía ser grosera? ¿Puede la poesía ser sexual, irreverente, combativa, y seguir siendo profunda? La obra de Will nos responde: no solo puede, debe. La segunda parte del libro, “Toda forma revela un esqueleto”, nos lleva al territorio de la
muerte, de los ritos, de las ofrendas. Pero no es una visión solemne, sino luminosa. Hay duelo, sí, pero también fiesta. “Ánimas de fiesta” convierte el camposanto en un carnaval de aromas, colores y recuerdos. El poema “Desvelando mi propia muerte” es una de las piezas más delicadas del libro. En él se pide no ser vista por el Enemigo, pero sí por los aliados de la Vida. Y no de cualquier forma, sino con el cuidado de quien honra el cuerpo: “Revivan los pómulos con grana cochinilla, acaricien los párpados con sombra de espinacas…”. En esos versos hay belleza, resistencia, y una cosmovisión profundamente amorosa.
El poemario está lleno de guiños culturales: desde la gastronomía yucateca hasta referencias bíblicas, del budismo al ajedrez, de las catástrofes históricas como el 9-11 o el terremoto del 85 a los rituales mayas. Hay en estos textos una constante reinvención del lenguaje, una apertura a lo trans, a lo mestizo, a lo queer, a lo no lineal. Y también hay preguntas que nos persiguen: ¿De qué estamos hechos cuando se va quien amamos? ¿Qué dejamos a los que nos sobrevivan? ¿Dónde termina el cuerpo y comienza el recuerdo?
Will Rodríguez no responde desde la lógica ni desde la filosofía. Lo hace desde la cocina, desde la hamaca, desde el altar, desde la cama compartida. Este libro no solo se lee. Se respira, se huele, se mastica. Porque Will es cocinero, sí, pero también alquimista del lenguaje. Lo que en otros autores podría parecer desmesurado, en él se convierte en una necesidad. Cada imagen, cada metáfora, cada palabra –incluso las más duras o provocadoras– están ahí por una razón. No hay pose. Hay experiencia. Y es que Cuarenta vueltas al sol no es solo una celebración del tiempo vivido, sino una toma de postura. Un decir: “Aquí estoy, esto soy, estas son mis pérdidas, mis pasiones, mis cicatrices”. Y al compartirlo, al ponerlo en nuestras manos, nos permite hacer algo muy raro y muy valioso: reconocernos. Porque, al final, este libro es una invitación a mirar hacia adentro, pero también a compartir la mirada. A descubrir que todos hemos sentido miedo, que todos hemos querido volver a amar lo intangible. Que también nosotros tenemos “sueños etéreos”, “conciencia de agua”, heridas que no terminan de cerrar, muertos que nos acompañan en la espalda.
Will Rodríguez ha escrito un libro que es, al mismo tiempo, confesión, homenaje y manifiesto. Lo ha hecho con belleza, con humor, con rabia, con ternura. Y nos lo entrega con generosidad. A nombre de quienes hemos sido tocados por sus palabras, y de quienes hoy nos reunimos para celebrar su poesía, solo puedo decir: gracias. Gracias por enseñarnos que toda forma revela un esqueleto, pero también un corazón. Gracias por estas Cuarenta vueltas al sol. Y que vengan muchas más.
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